Nunca se me pasó por la cabeza llorar frente una pared, ni mucho menos dedicarle una plegaria. De solo escucharlo, escribirlo en este caso, me parece algo irracional. La pared de mi cuarto, por ejemplo, esta forrada con láminas de cuerpos desnudos -son de anatomía, no se confundan- , poster de mis juegos de video favoritos, los dibujos de la televisión y uno que otro pedazo cartulina del colegio. Trato que la pintura -rosada- del fondo se vea lo menos posible, pegando cualquier afiche colorido que encuentre. Pero, a pesar de todo lo adherido en su superficie, no noto que tenga nada en especial, nada tan especial que haga que me postre frente a ella.
No llevo fotografías de mis familiares en la billetera. No sé, simplemente no simpatizo con la idea. Que sus rostros estén rozando con la cara del aviador Quiñones o con el mío no me es grato. Tampoco tengo sus caras enmarcadas mirándome desde el escritorio ni de los muros. He oído de gente que conversa con esas fotografías: las saludas cuando llega de la calle, mientras cocina o, en momentos de angustia, llora junto a ellos. No discuto si ese actuar será normal o no. No es que no quiera a mi familia, al contrario, si no fuera por ellos yo no estaría aquí. Solo que no me parece necesario tener que verlos, el hacerme una representación física de ellos para tener la certeza de que los tengo a mi lado. Con mantenerlo en mi memoria y en mi corazón me es suficiente.
Supongo que las estatuas que descansan sobre los altares de las catedrales deben estar hechas con insumos de albañilería, al igual que las paredes de las casas. Son imágenes santas, me dicen, como fotografías divinas. Yo aplico la misma analogía.
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Imagen: LOWON.
Imagen: LOWON.