Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaria escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo. SALVADOR ELIZONDO, El Grafógrafo.

sábado, 24 de diciembre de 2011

Feliz Navidad.




Otra navidad así… ¿Por qué?

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El panetón continuaba desnudo sobre la fuente, desde hacía rato; el chocolate ya no daba muestras de querer conservarse caliente, sus vapores eran casi nulos; los pocos cohetillos y silbadores que compraros seguían en la bolsa plástica, junto con el incienso, los trozos de carbón y las velitas; todos botados en suelo, al lado de la puerta de la cocina, sin que nadie se moleste en levantarlos ni siquiera de acordase que están allí todavía.

Él también se había quedado inmóvil. No se le ocurría otra cosa que llorar, llorar en silencio, llorar como siempre. Por entre los brazos cruzados sobre la mesa, tenía la mirada fija en la mesa, pero no veía nada: sus ojos estaban nublados por la pena, por profunda tristeza que lo colmaba, por sus lágrimas. ¡A esta edad! Ya debía estar acostumbrado, porque no era la primera vez que pasaba esto en casa, en navidad. Cada vez era como si fuese la primera vez para él.

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Siempre, los veinticuatros de diciembre, se despertaban bien temprano porque la gran emoción contenida durante toda la noche explosionaba dentro de sí, arrinconando con violencia sus párpados para dar paso a la luz del día, del día más esperado del año. Excitando como estaba, salía a toda marcha de la cama y se apersonaba al nacimiento que, año a año, se armaba en una esquina de su habitación. Esta noche nacerá su hijito, María, José, a las doce.

La señora, por esta temporada, se quedaba trabajando hasta bien tarde, y debían esperarla para salir juntos de compras. Duérmete, decía aburrido su papá desde el sofá, seguro que viene tarde, agregó sin quitar la vista de la televisión. No, tengo sueño, esperaré. No podía atreverse a dormir, la tradicional salida de noche buena había llegado. El sueño puede jugarme una mala pasada, debo resistir..Este año será distinto… Los ojitos le escocían de cansancio, pero la obstinación era uno de los mayores defectos de Lope. Subió a la azotea. El frío debía ayudarlo a mantenerlo despierto hasta que su mami llegase.

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Su papá gritaba, su mamá respondía igual, el niño solo escuchaba. La señora estaba de pie, frente a la cocina; el hombre sentado en la mesa circular, ocupando su asiento. Ambos se miraban directamente. Los insultos iban y venían, cada vez con mayor intensidad; Lope sólo escuchaba. Era como si se hubiesen olvidado que él todavía estaba sentado, entre ellos. Reñían con tal  brutalidad que cualquiera diría que se tratase de una disputa de los más declarados enemigos; pero eran esposos, eran sus papitos. Parecía que las paredes de la pequeña cocina no aguantaría el golpe agresivo de sus voces. El enfrentamiento no tenía dónde acabar.

Levantó la mirada por un segundo y se topó con los ojos de su padre. Estaban inundados de odio, inyectados de ira. ¿Y tú por qué lloras? Vete a dormir. Obedeció. Salió en silencio, sollozando, sin decir palabra. El patio estaba totalmente oscuro, la luna negaba a convidar un poco su luz. Seguro que también está enojada, o triste, pensó. No fue a su cuarto. Se sentó en una banquita que encontró debajo de de las gradas.

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Y allí está todavía, llorando calladamente. No puede recordar porque fue la discusión, y tampoco quería hacerlo. La Noche Buena fue olvidada, dejada de lado, arrugada como papel higiénico y arrojado al tacho, al igual que la ilusión de Lope.

No recordaba de una Noche Buena que cumpliese con su título de ‘buena’. Tras las puertas de su casa, esa denominación quedaba muerta, sin valor. Aun por lo mucho que tratase de cambiar el hábito infausto que se había arraigado, era inútil. Siempre se volvía a repetir. En eso. Pum, pum. Los fuegos artificiales coloreaban  el cielo nocturno. Reventaban, salpicaban chispas, hacían piruetas multicolores, ruidos diversos: una paranoia explosiva daba cuenta que la navidad había llegado ya. Feliz navidad...

Mejor descansa, niño, mañana será otro día. Las lágrimas se abrían paso humedeciendo su pequeño rostro. Al siguiente año será distinto. 

Se lamentaba, lloraba.


Imagen: HECTORÍN.

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