Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaria escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo. SALVADOR ELIZONDO, El Grafógrafo.

lunes, 25 de enero de 2010

Reivindícate.



-Ramiro Huamán.

Es tu turno, amigo. Era mi turno. Sentía las miradas de mis compañeros golpeándome la nuca. Todas me apuntaban, pendientes de mí. ¿Qué debía hacer? ¿Qué vas hacer, amigo?

Para hoy estaba programado la entrega de los fólderes; ya se acababa el trimestre. Los exámenes -parcial y trimestral- conformaban la mayor parte de la nota final, y el revisa de carpetas de trabajo sólo servía para conseguir algunos puntitos extra. Pero, si es inglés nomás, ¿por qué te preocupas?, ya estas aprobado, manda a rodar a esa vieja. Igual, puntos son puntos, no quiero bajar mi promedio. Qué amarillo que eres ah. Si pues, ese era yo: el chanconcito, el cumplidito, el amarillo. A veces me reventaba ser considerado así. Pero si es lo que eres. No me gusta pues. Quisiera, por siquiera un vez, ser como los demás, ser normal. Ahora es una buena oportunidad, no presentes tu folder. Estás loco, si me quedé ayer hasta tarde tratando de que esté lo más presentable posible, subrayando los títulos, resaltando frases importantes, coloreando los dib… Por fin, ¿quieres seguir siendo un maldito amarillo?, bueno, pues, es ahora o nunca, ya estás terminando, cómo quieres te recuerden los demás ¿así?, muéstrate como parte de la clase, que oportunidad como ésta para reivindicarte con tus compañeros. Eres el único que va presentar.

Los primeros seis de la lista ya habían sido llamados y echados del aula. Nadie había presentado. La profesora, harta por la continua irresponsabilidad de la sección –a excepción de unos pocos- durante todo el año, ordenó que los que no habían cumplido salieran al patio y esperaran al auxiliar –“A ver si así se corrigen, malcriados”- para el respectivo castigo. Yo era el sétimo. Miré a mi derecha y noté que Juan escribía apresuradamente. Me falta la última tarea, me susurró sin levantar la vista de su trabajo, le prestado al Gringo desde el lunes y el puto recién me lo trae hoy. Sí, era el único. Haz historia, tú puedes, vamos, graba este día en las paredes del recuerdo de la promoción, y tu nombre estará firmado debajo. Es que tenemos que elegir entre lo que es fácil y lo q… Ya me tienes hasta el pito con ese refrán, sólo te estoy diciendo que lo hagas por esta vez, ¿es tan difícil? , después puedes continuar con tu manía de ser un estudiosito de mierda, ah, ya me llegaste ya, haz lo que quieras, a mí que chucha me importa.

-Presente.

No, no podía hacerlo. Cogí el folder, me levanté de mi lugar y me dirigí al frente. Avancé despacio, sin mirar a nadie, con el folder fuertemente apretado, rígido bajo el brazo. Llegué a la primera fila.

-Me lo das el lunes, me debes luca. Le entregué el folder a López, que se sentaba primero en mi columna. Torcí a la derecha. El pupitre de la profesora está a la izquierda, oe, a dónde vas, no me digas que. Hacia la puerta. Me salí. El aire que había estado aguando durante todo el camino se impaciente con fuerza con suspiro. Lo había hecho, y me sentía… bien…creo. Una gran emoción hinchaba mi pecho, era un sentimiento que sabía a una adrenalina jamás experimentada. No sentía remordimiento, ni angustia, al contrario, estaba orgulloso de mí mismo. Lo ves, te lo dije, ahora, goza este momento. Un gran bullicio de había desatado tras mío. Un gran alboroto que provenía del aula. Me volví. Los que todavía quedaban dentro, vitoreaban con ganas, chiflaban con fuerza, aplaudían, chancaban las carpetas. Se disponían a abandonar el aula, todos de golpe. Sabían que podía ser el único que llenara el cuadrito de ‘Presentación de Folder’ en el registro de notas, así es que sólo aguardaban mi reacción. Y cuando vieron que me iba, no necesitaron que la profesora los continuara llamando. Para qué perder el tiempo, mejor salirse de una vez. “Buena, Ramiro. Recibía palmaditas en el hombro y en la espalda. Te luciste, tú todavía.” Los saludos aumentaron aún más mi satisfacción. Ah... Me sentí complacido, feliz por mi hazaña rebelde; la primera que cometía en todos mis años de estudiante. Si pues, ahora, a pagar el precio.

Nos quedamos saltando en cuclillas hasta el cambio de hora, cada uno con su carpeta sobre sus hombros.

-Pobre que se les caiga, empiezan de nuevo. ¡Vamos cincuentaa!

Fue muy doloroso, y gracioso a la vez. Nada funcionaba contra nosotros. Nos reíamos del innovador castigo que se nos aplicaba. El auxiliar, estoy seguro, debía haberlo inventado especialmente para nosotros. Pero, al final, no se me quitó la alegría de estar padeciendo al lado de mis compañeros. Así somos, así seremos. ¿Quiénes? Pues, los jodidos del Quinto ‘J’.

-¿Ah, no quieren? ¡Vamos setentaa!

-¡VAMOS!

Ouch, la espalda…


7.
Imagen: LOWON.

martes, 5 de enero de 2010

Erario Infantil

Nunca confié en nadie. Siempre presentaba una mirada recelosa a modo de saludo contra todos los que me rodean, y de esto tampoco se escaparon mis padres. Debo confesar que hasta ahora -aunque les suene a blasfemia- no me fio de ellos. Mi sentido de reserva con respecto a mis cosas no consideraba cuestiones filiales. Que ¿mi nombre? No te lo diré, no confío en ti.

En mi cuarto, desde muy niño, guardo bajo llave todas las posesiones más preciadas que, a lo largo de mis cortos años, he logrado recolectar y librar de las intenciones destructivas, y muchas de ellas pirómanas, que mi madre tenía para ellas. Se trata de una cómoda de madera, barnizada de amarillo, aunque no muy bonita, me gusta mucho. Está dividida en dos secciones: la mitad del lado izquierdo compuesto de tres gavetas destinadas para el depósito de ropa -que siempre ha estado escaso de indumentaria- y el derecho que contaba con un pequeño espacio dividido a su vez en dos pisos, protegida por la puertita respectiva. Esta portilla contaba con un elemento especial que le daba el toque de importante para mí y mis intenciones particulares: una chapa y su llave que limitaban, en ambas en comunión, el acceso de manos foráneas a su singular y codiciado interior. Desde su compra, y una vez que se instalaron el mueble en mi habitación, me apoderé rápidamente de sus llaves. La sarta constaba de tres pequeñas llaves, de las cuales desaparecí dos -creo que una la tiré a la casa del vecino y la otra la enterré, no recuerdo bien- y me quedé con la última, lo até a una pequeña cuerda que corté del tejido de mi mamá, y desde entonces se quedó colgando de mi cuello. Era tanto el recelo con la que la cuidaba que solo me la quitaba para dormir, aunque habían noches en las que me olvidaba sacármela, cosa que al día siguiente mi pecho lo lamentaba bastante; los dolorosos moretones, que dejaba el pedazo de metal al oprimirse contra mi piel, no dejaban de hacerme recuerdo de no volver a cometer el mismo error. Ya en posesión de él, empecé a llenarlo. Todas las cositas que se hallaban en la clandestinidad, lejos del conocimiento de los demás, salieron de sus escondrijos para ocupar una nueva y más decente morada. Así pues, anteriormente, utilicé sitios que resultasen lo menos asequibles para manos que no fuesen las mías. Por ejemplo, encima de un viejo ropero que nadie utilizaba, tan polvoriento e infestado de arañas, que mi mamá, por su fobia a los insectos, nunca osaría asomarse. Las paredes también ayudaron; como eran de adobe, las agujereé con un desarmador -un espacio del tamaño de una taza-, las cubrí con figuras y láminas y resultaron buenas guaridas. Demás sitios se prestaron para este fin: el techo del gallinero, los maseteros, etc. Nada era suficiente para su resguardo. Para evitar que sufrieran algún daño, debido a los lugares nada cómodos donde se ocultaban, los envolví con papel periódico y cartón, y por último, con los forros de cuadernos pasados. De debajo de la cama saqué unos librillos que ingresé de contrabando a casa. Novelillas, cuentitos que, a falta de artefactos audiovisuales, me proveyeron de entretenimiento y relajación. Tuve que ocultarlos porque mi padre consideraba, todo aquello que no tenga carácter científico, como subliteratura, de modo que Verne, Stevenson, Tolkien, Rowling y Lewis consiguieron salir de ese lugar tan apretujado. Mis otras pertenecías también se mudaron. Mis canicas pasaron a una botella de yogur; los cards – la mayoría de Dragon Ball- que con tanto afán y esfuerzo coleccionaba, a una cajita de focos. Desde que hicieron su aparición los taps, primero los de cartón y luego ya de plástico, era muy diestro para este juego, por esto es que tuve que buscar tres latas grandes de Anchor vacías para guardarlas todas; cordeles, trompos, juguetes pequeños, etc.
Se entabló una relación de complicidad entre mi cofre y yo. A su leal resguardo encomendaba mis tesoros, reliquias, ganancias, y como no, también mis secretos. Pasaba largas horas jugando con su contenido, era un universo, uno que me pertenecía solo a mí y del cual poseía un derecho personalísimo, único, que ejercía con el poder de mi llave. Era a la vez los hermanos, los amigos que no tenía, y que tampoco necesitaba. Gracias a él no me sentía solo, siempre estaba a mi lado. Cubría con su encanto las largas ausencias que mis padres dejaban conmigo. Con el solo girar del cerrojo, me separaba del monótono blanco y negro de la vida, de mi vida. Viajaba por parajes desconocidos para jugar una partidas de casinos mi oso de trapo; a mares dulces, donde se libraban feroces batallas entre dinosaurios, soldados e indios; por grandes desiertos con canicas multicolores que se paseaban bajo el sol; carreteras con profundos precipicios por donde solo un valiente camioncito de atrevía pasar en medio de una tremenda tormenta; o a veces, simplemente vacíos. Un inmenso, cómodo y cálido vacío donde nada ni nadie existía más que yo. Libertades infinitas tapizadas con almohadas perfumadas; la nada me abría sus brazos, dándome la bienvenida y yo acudía presto a cobijarme bajo ella. En mi mundo, el tiempo andaba a la velocidad que quisiese, rápido o lento, a disposición de mis caprichos o estados de ánimo. Los minutos, los días y los años, todo siempre igual, no tienen objeto ni razón para mí. Solo pensar en lo que me estoy perdiendo, hace que presuroso me dirija a mi casa. No puedo aguantar más ¡Allá voy! Emocionado como estaba, subí las escaleras a toda prisa. Entré a mi habitación jadeante. Una visión horrenda me detuvo en seco. La puertilla estaba abierta de par en par. Me acerqué a ella…Lágrimas silenciosas discurrieron por mi cara. Estaba vacía.


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