Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaria escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo. SALVADOR ELIZONDO, El Grafógrafo.

domingo, 19 de junio de 2011

Cuando papá ríe.


Ya es más de las once. Él siempre llega a su hora; quizá cinco, diez minutos, no más. Seguro que se quedó por ahí.

La cena está nuevamente fría, de nada sirvió que mamá se lo calentara, ya se echó a perder; mejor para el Huesos. Ese perro pendejo, es bien sabido; se da cuenta cuando el viejo llega mal, seguro que siente el olor a alcohol que arrastra en la ropa. Ni bien llama a la puerta, el can corre veloz a recibir a su amo; pasa como una flecha por el patio, hasta se estrella con la puerta por no frenar a tiempo. La cola se le mueve frenéticamente, ya parece que se le va salir volando.

Ahí está, pues: las manos al bolcillo, sonriendo descaradamente, con la cabeza colgada del pescuezo, balanceándose de un lado al otro. Ya me lo imaginaba. Dónde habrá estado esta vez. Trata de disimular, pero su rostro desencajado lo delata. No me engaña, lo conozco bien. Además, él nunca llega a casa sonriendo si no es mareado. Así es él.

–¡Hola, hijo! Ven a darle un abrazo a tu viejo. Carajo, ya me quieres ganar.

Vaya ánimos. Por lo general, espera que se le salude a él primero para que, si está de humor, me conteste con un vago hola o, a veces, con una simple venia o un apático gruñido. Pero que va aceptar que se le espere con un hola como saludo, a menos que quiera que me arranquen los pelos de las patillas a puro jalón. Por mi parte, no gracias. Lo correcto es: “Buenas tardes, papá”. Con respeto, fuerte y claro. Él ya sabrá si contestarme o no.

–No, pues, chola, no jodas con lo mismo –se excusa mi padre–. Me quedé un ratito. Paniagua estuvo luciendo su carro nuevo y nos invitó un parcito, a todos. Ni siquiera es de noche, está temprano todavía. Ya para. ¿Acaso no puedo juntarme con mis colegas?

–No son más que un montón de guaraperos. Con ese tipo de gente te juntas. Con puros borrachos – medio gritando, sollozando, con las manos juntas, cogiendo su pañuelo con desesperación, mi madre le reclama.

El viejo siempre tiene qué decir para justificar sus tardanzas. En lo que iba de la semana, ya había llegado tarde, con ésta, tres veces.

– Y qué me cuentas, campeón –se dejó caer pesadamente sobre la silla, los brazos desfallecidos sobre la mesa–. A cuántos pituquitos le sacaste la mierda hoy. ¿A diez por lo menos?

– Once, papá.

– Ese es mi hijo, carajo. ¡El primero en su clase! –sus ojos sombríos, somnolientos, vacilantes; la sonrisa amplia, reluciente, festiva.

–No le enseñes esas cosas al niño. Acaso quieres que ande como un salvaje golpeando a quien se cruce por su camino. ¿Eso quieres?

–Déjame, mujer. Yo sé lo que hago. Tú con tus socapamientos lo estás volviendo un maricón. Yo pasé por el colegio, igual que él. Uno tiene que bronquearse para hacerse respetar, o, a veces, sólo para no perder la costumbre –carcajeaba con ganas, guiñándome sin recato–. Sí o no, hijo. Los chicos son fregados, no hay nada que un buen puñete para que te dejen tranquilo. Así son las cosas, así es la vida. Mi comida de una vez. Tengo un hambre de la pe eme.

Me gustaba verlo así: ebrio. Siempre tan simpático, tan pata conmigo. Cuando llegaba, lo primero que me preguntaba era si le había pegado a alguien, y si le contestaba que sí, el pecho se le hinchaba de satisfacción y su sonrisa se consagraba en su mayor esplendor. Incluso me daba plata, toma diez soles, vete al pinball o cómprate lo que quieras. Qué tan diferente se comportaba. Lo malo era que a mi mamá eso no le gustaba para nada. El que llegase a destiempo la cargaba de preocupación, la inundaba, muy rápidamente, el desasosiego, hasta que rompía en llanto, en uno silencioso.

Pero no entiendo por qué. En su embriaguez, él se porta mucho mejor que cuando está en su sentido. Para empezar, llega saludando a todo el mundo, le da su beso en la frente a mi mamá, aunque ésta se resiste; a mí me da la mano y me abraza, quiere saber mis cosas del colegio, me pregunta de todo, muy alegre. El Hueso también se lleva su pedazo: se gana sus caricias tras la oreja y disfruta de la comida que deja a un lado del plato. De borrachín es otra persona. También es cuando aprovecho para hacerme firmar los exámenes, la boleta de notas. Él ni cuenta del baño de sangre que se pinta en el papel. Con tal que le diga que le reventé la cara a algún blanquiñoso de la clase, se le nublan los ojos de complacencia y firma sin más reparo.

Por mí, que llegue a casa así todos los días. De borracho, es mi papá. De sano, no me gusta, le tengo miedo, lo odio.


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Imagen: LOWON.